Buscar este blog

domingo, 20 de febrero de 2011

El centro de la nada

Ese día tenía cosas que hacer, claro que tenía cosas que hacer. Desde quedarme en mi cama dejándome dominar por la modorra, hasta sentarme  a escribir. Tenía cosas que hacer, pero por algún motivo quise hacer otra cosa. Sentí, no sé por qué, que tenía que huir, ir lejos, alejarme de lo de siempre y hacer algo diferente y eso hice. Me subí al auto, puse un CD de Pink y manejé rumbo a ninguna parte.
Como era previsible, me perdí. Me perdí en una zona fea (porque de haber estado en una zona segura no me hubiese percatado de que estaba perdida), y tuve miedo de que me asaltaran, así que dejé el carro en una playa de estacionamiento y caminé. Caminé, caminé con música en los oídos y sin miedo a que me robaran el Ipod, y cuando levanté la mirada me di cuenta de que estaba en el lugar más improbable para una chica de veintidós, relativamente bien vestida y con cosas pendientes por hacer. Levanté la mirada y me di cuenta de que estaba en el mero Centro de Lima.
Lo reconocí por la horrible estatua de San Martín y su caballo. Esa estatua llena de caca de palomas. Tuve frío y me senté en una banca de por ahí y pensé que si hubiese sido una paloma, no hubiera dudado en cagarle en la cara a ese loco disfrazado de héroe.
Me fui sola al Centro de Lima. Qué van a decir mis amigos cuando les cuente, pensé luego. Pero ya estás acá, me dije. Decidí seguir caminando, y por lo tanto perdiéndome, en esa mini ciudad olvidada llamada Centro de Lima. Seguí caminando y pronto me encontré en el Jirón de la Unión y me detuve frente al Club Nacional y le dije hola en silencio y seguí caminando por ahí, dejando que el azar le dijera a mis pies por dónde ir, dejando el miedo atrás, olvidando que estaba sola, que tenía el Ipod en la mano, que me podían robar, que mi carro estaba en una playa de estacionamiento cualquiera. Me metí por una calle que me llevó a un mercado gigante. Era como un enorme recinto, con cientos de tiendas, una tras otra, pegaditas, gente caminando de aquí para allá, hombres tatuados repartiendo volantes, afiches, invitándote a entrar a su tienda, a su restaurante. Me detuve en medio del camino y observé los acabados que adornaban las puertas de las tiendas y me di cuenta de la historia que escondíamos mi país y yo.
Nunca antes me había interesado por la historia, pero en ese momento no podía dejar de maravillarme ante lo evidente. Ahí había habido algo mágico y por un momento no pude creer que la gente actuara tan normal, es decir indiferente, ante lo que estaban viendo mis ojos.
Eran las casas antiguas. Mis ojos dejaron de ver a la gente gritando, a los hombres tatuados, a los mendigos pidiendo limosna a gritos. Mis ojos dejaron de ver todo eso y retrocedieron cincuenta años. Dejaron de ver las tiendas como tiendas y volvieron a verlas como lo que eran: las casas de la gente más adinerada de Lima.
Las puertas de madera noble, los acabados barrocos y detallistas, las casas con puerta en forma de arco y un patio y pileta en medio. Seguí caminando y me topé con la Catedral. Le guiñé el ojo, sin saber por qué. Seguí caminando y vi el hotel Bolivar. Entré y pedí un pisco sour catedral, en honor a la Catedral que acababa de ver (era lo mínimo que podía hacer). Me senté en la barra y miré a los mozos y me pregunté si, cincuenta y tantos años atrás, le hubiesen servido un pisco sour a una chica sola y en jeans. Sola y en jeans. Cartera cruzada y mente volada a causa del brebaje espumoso. Miré a mi alrededor y pensé: todo esto está detenido en el tiempo. Imaginé a los hombres en sombrero, a las mujeres en vestido. Imaginé un hombre en el piano y unas cuantas parejas bailando. Imaginé a los desadaptados, a los chiflados, a los lunáticos. A los fumadores de pipa, de marihuana. Me puse de pie y salí y seguí caminando y pasé por una playa de estacionamiento y entonces imaginé a los amantes furtivos, a la clase alta escapando del teatro, amándose clandestinamente en sus autos, haciendo lo prohibido, rompiendo las normas en secreto.
Luego seguí caminando y vi los balcones. Imaginé a una mujer bella de vestido largo y moño alto vigilándome adusta desde ahí. Viendo a la gente pasar. Aprovechando la infraestructura, las lunas de los balcones para poder mirar sin ser vistas. Imaginé a hombres en carretillas, otros a pie vendiendo turrones amarillos y revolución caliente. Imaginé a los hombres saliendo de sus trabajos, buscando alguna forma de “movilidad” para ir a sus casas, a los fieles en la puerta de las iglesias, rezando con devoción, tocándole los pies al santo. Imaginé a los escritores, a Martín Adán en el Cordano. Imaginé qué hubiese pasado si tú y yo hubiésemos vivido en esa época.
Hubiese sido todo muy difícil. Si hubiésemos vivido en aquellos años elegantes y puritanos, hubiéramos sido amantes furtivos, como los que imaginé al pasar por la playa de estacionamiento. No nos hubiésemos podido amar tranquilamente. La sociedad no nos lo hubiera permitido. Tú fumando marihuana, yo bailando rock and roll. No, no se hubiese podido. Hubiera tenido que amarte en silencio. Hubiese pasado el tiempo y hubiera tenido que soportar a Velasco y el detestable régimen militar. Lo hubiese odiado, me hubiese vuelto loca. Hubiese huido de casa y quizás de ti y terminado como aquel hombre que pedía limosna a gritos. O llena de tatuajes de tu cara, repartiendo volantes por ahí. No me hubiese conformado con quererte un poco, a escondidas, a medias. Conociéndome, me hubiese arriesgado. Hubiese sido capaz hasta de usar unos jeans rotosos y agujereados sólo por rebelarme, para estar contigo.
Pero tú no. Tú no te hubieses rebelado, tú no te hubieses alocado. Hubieses aceptado ser el amante del estacionamiento. Hubieses jugado a eso, no te habrías puesto los pantalones, de eso estoy segura.
Te hubieras quedado mirando cómo los militares construían los primeros edificios y te hubieras quedado con los brazos cruzados, viendo como tu ciudad se ensuciaba y lo nuestro se iba a la mierda. A tus padres le hubiesen quitado sus tierras y tú hubieses huido, como siempre sueles hacer.
Me hubieses dejado en la puerta del teatro, literalmente con los crespos hechos, porque así era como se peinaba la gente en esa época. Con esos rulos y moños extraños que enredan el pelo de tal forma que uno pasa más tiempo desarmándolos que armándolos.
Me hubieses dicho que no me querías ver más y hubieses soñado conmigo todas las noches, como aún sigues haciéndolo.
No hubieses dejado que te cante mis canciones preferidas. Que me ponga cariñosa frente a otros. Que te cante y que te baile.
Te hubieses prendido un porro a escondidas y a lo mejor hubiésemos fumado juntos.
Hubieses sido el hombre en pijama. El hombre que sale por la puerta falsa.
¿Hubieses huido en tren? ¿Hubieras guardado una foto mía en blanco y negro? ¿La hubieses doblado por la mitad? ¿Te la hubieras guardado en el bolsillo?
Y yo, ¿ yo qué hubiese sido? No lo sé. Quizás la chica de los jeans oscuros, la chica rock and roll, la chica que se resalta, camina y se pierde por quererte, porque al final, lo nuestro terminó siendo como el Centro de Lima. Diferencia de clases, huidas, golpes. Y lo que quedó fue suciedad y polvo. Quizás una puerta mal pintada, o quizá  la nada misma.

No hay comentarios:

Publicar un comentario